El Bar Pastís, el último reducto de Edith Piaf y sus secuaces


Hay lugares donde el tiempo se para y no pasa nada. O pasa, pero con una cadencia mágica. Uno de esos lugares es el Bar Pastís (Santa Mónica, 4). “Todo está en su sitio. Como el primer día”, dice el ‘tabernero’, José Ángel de la Villa, regente durante 37 años del casi medio siglo de existencia, del mítico establecimiento.  Y es que lo que llama la atención, aparte de su condición de garito (por lo minúsculo), con mejor o peor fama, es la cantidad de rótulos, fotografías, botellas, carteles, pegatinas, letreros, carteles, cuadros (algunos ennegrecidos por el paso del tiempo y que pintara su primer propietario, ‘el Quimet’) y objetos diversos y variopintos que decoran, en un ambiente lúgubre, pero portentoso, los estantes y todos y cada uno de los rincones del Pastis. Y, eso sí, eso también, la voz de Édith Piaf (la mayoría de las veces) amenizando el ambiente.

“El Pastís esta vigente todavía –dice la ‘voz de la experiencia’-- y a la gente le sigue gustando. Quizá no como antes, porque Barcelona, lamentablemente, tampoco es como antes. Pero se ha ido manteniendo con los distintos cambios de la ciudad, la preolímpica y la paraolímpica, fiel a su identidad de siempre”.  Que no decaiga. El cronista, ineludiblemente, repasa mental y emocionalmente todos los momentos vividos entre estas cuatro paredes y, cierto es, no caben ni de broma en una crónica a vuelapluma. Otra vez será. “Yo estoy muy a gusto”, sentencia, en medio de la nostalgia más atronadora, De la Villa. “Es tranquilo y acogedor”.

Concebido por su fundador “que había vivido mucho tiempo Francia y la Argelia francesa” como un bar “del puerto viejo de Marsella”, El Pastis lleva, como seña de identidad marcada a fuego, más de veinte años ofreciendo música en directo, en su minúsculo escenario, de unos dos palmos y medio. Cuna, pues, de artistas bohemios y de bohemios artistas (dicho con el mayor de los respetos hacia ambos vocablos), por el establecimiento han desfilado personajes como La Voss del Trópico, Joaquín Krahe, Paco Ibáñez o Georges Moustaki, y no solo músicos, pues nombres como los de José Agustín Goytysolo o Josep Maria Flotats pueden citarse entre sus secuaces. Dado que la vida es de color de rosa y sin arrepentirnos de nada, cantaremos el himno al amor al son de lo que toque el acordeonista. Eso sí, de vez en cuando, volveremos al último ‘antro’ para tomarnos el último pastís del día, o mejor dicho, de la noche.

Foto: Juan Valgañón

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