Hay muchas maneras de dar el callo. En el caso de Montserrat
Sabadell (la yaya de 80 años “recién cumplidos” que regenta el Bar Brusi, de la
calle Llibreteria, junto a su hijo Josep), ella, lo hace de una manera
totalmente ejemplar. Por algo lleva
medio siglo cocinando y sirviendo tapas de callos y, hasta el momento, nadie (o
casi nadie, porque siempre hay un aquél) se le ha quejado todavía, más bien
todo lo contrario. “Ponga en el Google ‘los mejores callos del Barrio Gótico’,
escríbalo, y saldré yo”. Lo dice con una euforia que sorprende, un ardor que
además convence y un entusiasmo que, como mínimo, te hace cavilar (mientras, en la cocina, al
fondo del establecimiento a la vista de los clientes, prepara una enorme
tortilla de patatas). “Como comprenderá, en todo este tiempo las he visto de
todos los colores, por aquí ha pasado de todo, toda clase de políticos,
artistas, incluso toreros y supongo que también algún delincuente. Pero todo el
mundo que prueba mis callos, repite. Por algo será”.
Dicen que una imagen vale por mil palabras (adagio que según
este cronista deja mucho que desear, pero, en fin), no obstante, si al de la vista le añadimos otros sentidos,
como, por ejemplo, el del gusto o el del olfato, es evidente que la
‘supercazuela’, repleta de callos recién hechos, casi humeantes, que muestra,
orgullosa, sobre la barra del bar, la abuela Montserrat, refleja, en sí misma y
en toda su plenitud, el sentido inequívoco (al menos en este caso), de la
sentencia. Tanto, que obliga al cronista a rectificar y a preguntar, sin más
dilación, el origen de semejante milagro.
“Ponerle muchísimo amor –la respuesta tampoco se ha hecho esperar--, del
mismo modo que los cocinaba mi madre y mi abuela. Y abnegación. Y buena
voluntad. No encontrará nada igual”.
Motserrat cuenta a quien lo quiera oír la historia del
diplomático polaco enamorado de sus callos, o se explaya diciendo son
incontables los medios de comunicación social que se han hecho eco de su
manjar, diarios, revistas, canales de televisión, a lo largo de todos estos
años. Es una anciana vigorosa y locuaz.
Lo hace desde la trinchera de su cocina, pues ha puesto como premisa
para la charla con el cronista el no dejar de cocinar (solo para la
fotografía), e ir al grano, o sea, al callo. “¡Imaginese! –esta crónica
concluirá con la pregunta del millón de dólares--. ¿Qué cuántos callos llevo
cocinados? Calcule, unas dos toneladas al año…”.
Foto: Melina Millennial |
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