Si hay un corazón del corazón de Barcelona, es el Mercado de
La Boqueria. Y, justo detrás del Mercado
de La Boquería, está El Garduña, el restaurante que regenta Antonio Magaña,
donde empezó, como encargado, hace ya casi medio siglo. Esta crónica no es solo
una crónica. Es un homenaje a este hombre bondadoso, sin delantal, pero que
detrás de la barra del bar, tomando ‘comandas’ o sirviendo mesas, ha hecho de la
restauración un auténtico arte. Palabras, las justas, y un sinfín de vivencias
sobre sus espaldas, siempre al pie del cañón, porque, marinero y patrón,
Antonio sabe de su oficio más que cualquier ‘influencer’ (¡qué palabra más
horrible!) gastronómico, de los tan actualmente de moda. “Toda mi vida me he
dedicado a la restauración y al servicio al cliente. Disfruto con mi trabajo y,
por suerte, siempre he tenido un público muy selecto”.
El Garduña, famoso en guías turísticas y al que acudieron en
masa, en tiempos, por ejemplo, los primeros turistas japoneses, ha tenido dos
etapas. La primera, en un viejo edificio (inenarrable para quienes degustaron
sus mariscadas en tan entrañable lugar) que fue demolido parea ubicar las
oficinas del Mercado y en cuyos bajos se asienta el moderno establecimiento, de
orientación ‘mariscaliana’. El cronista se cuidará mucho de comparar ambos
estilos, porque la realidad, en éste como en otros casos, siempre supera a la
ficción. Pero estábamos en el homenaje a este hombre ejemplar, que,
infatigable, atiende a las observaciones del cronista y al mismo tiempo las
peticiones de la clientela, todo a la par. Quien diga que le ha visto alguna
vez parado, a lo largo de este medio siglo de profesión, miente, como un
vellaco. “Pavarotti, Montserrat Caballé, Josep Carreras, Plácido Domingo –todos
los divinos de la ópera, dada la proximidad del Gran Teatre del Liceu, han
recalado entre sus manteles—son gente supereducada, te tratan bien”.
Medio siglo de tenaz y contumaz atención al cliente (“de
Fraga Iribarne a Santiago Carrillo”), da para muchas charlas. Si algo imprime,
debe ser genio, carácter y figura. “Como aquella vez –recordando el
interminable listado de vivencias que, ineludiblemente, termina siendo la
sabrosa conversación con Antonio –en la que vino Sara Montiel, con catorce
personas, toda la compañía, para cenar y ya estábamos cerrando y ella mismo se
puso a la cocina, conmigo”. Tan normal y tan cordial. Este homenaje se ha
quedado corto, muy corto. No hay mejor
tributo, piensa el cronista, que ponerlo en evidencia y que otros
correspondientes tomen, también, el testigo. Al menos, dicho queda y escrito
está.
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Foto: Melina Millennial
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