“El café será veneno pero tan lento que hace más de ochenta
años que lo vengo tomando varias veces al día y todavía no he notado trastorno
alguno en mi organismo”. Esta cita del filósofo francésBernard Le
Bovier de Fontenelle (Ruan, 1657 – París, 1757), que aparece en una de las
paredes del Bracafè de la calle Casp (a un tiro de piedra de La Rambla), es,
debe de ser, el mejor encabezamiento de esta crónica. Dicen que siempre se van
los mejores y esta cafetería, fundada el 29 de abril de 1931, tiene los días
contados. El edificio donde se ubica, propiedad de Catalana de Occidente, será
demolido para albergar un flamante y portentoso parking y la casi centenaria
barra donde ahora se degustan los cafés, estará la puerta de
entrada. Lo explica Xavier de Erausquin Romaní, apoderado de Germàn
de Eurasquin, la empresa familiar (él, no obstante, se presenta como un
trabajador de la casa), que durante 87 años (hasta el 31 de agosto, el día en
el que se servirá el último café) ha regentado la carismática y entrañable
cafetería. Pero la ocasión la pintan calva, volvamos al tema en el que, sin
duda alguna, el responsable del establecimiento es una eminencia. “El café es
materia viva, es por ello que incluso la humedad del ambiente influye en su
sabor. Es determinante la calidad del café, por supuesto, pero tomándolo, entre
otras bondades, se regeneran las células y se elimina grasa”.
La proximidad, casi puerta con puerta, de los estudios de
Ràdio Barcelona, (la emisora más antigua de la ciudad, y durante muchos años la
más emblemática) y el Teatro Tívoli, han envuelto a este establecimiento, en
realidad, de muy pequeñas dimensiones, en un ambiente ‘socio-artístico’
irrepetible. Un espacio, si se quiere, telúrico. Xavier recuerda cuando Maria
Matilde Almendros pasaba por las mañanas, por ejemplo, e Isabel Gemio (entonces
Garbí)), otro ejemplo, por la noche. “El café tiene que estar bueno, se lo
sirvas a Paqual Maragall o a Ada Colau, sea quien sea, sí, pero es cierto que
tener una ubicación tan especial nos ha dado una solera que nos hace
irrepetibles”.
Irrepetibles. Mientras el cronista repasa mentalmente
las veces que habrá saboreado una infusión (“un café no deja de ser una
infusión”, dice el que sabe) en este local (en compañía de tantos), Xavier de
Erausquin Romaní explica, con gran resignación, el hecho “insólito” de que,
después de tantas y tantas décadas y estando al corriente de pago “de todo”
(muestra, incluso, el último recibo del alquiler), no se haya podido hacer nada
para evitar la desaparición de la mítica cafetería, cuya notificación, por
cierto, recibió a través de un ‘burofax’ (o lo que él denomina, sencillamente,
“una esquela”). No es un velatorio, por supuesto, faltaría más, pero el
cronista anima al personal barcelonés (también al foráneo y al visitante, por
supuesto) a despedirse como merece, con admiración y con respeto, de uno de los
míticos lugares de la ciudad de Barcelona. Y que pidan un último café, pero,
eso sí, como si fuera el primero.
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