Que
el flamenco habita y resiste en el corazón de Barcelona es un hecho que
puede comprobarse empíricamente (pero, sobre todo,
anímica y sensitivamente), de difícil discusión. Para este cronista,
con los ojos acostumbrados a todo (pero especialmente selectivos), y
para todo el mundo, para todo aquél que se precie y se persone en el
lugar referido, en busca de arte, diversión y emociones.
El Tablao Flamenco Cordobés es el emplazamiento en cuestión, sito en el
número 35 de La Rambla desde el año 1970 (o sea, que pronto se cumplirá
medio siglo de excelencia artística). Una realidad, palpable,
ineludible, manifiesta, pero especialmente visual
y sonora. Dos horas sentado en una de sus características sillas, una
noche cualquiera, frente a las ‘castigadas’ (o quizá sea mejor decir
sufridas con gusto) tablas de su histórico escenario, constituye una
experiencia prodigiosa difícil de igualar.
“A
quién no le gusta el flamenco es porque no lo ha visto”, dice la actual
directora, María Rosa Pérez, hija de los fundadores
del Cordobés, una pareja artística de renombre internacional, Luis
Adame e Irene Alba, quienes recalaron en un momento cumbre de su
trayectoria, personal y artística, en el entrañable local, en una época
muy diferente a la actual y consiguieron, poco a poco,
y no sin esfuerzo y tesón, asentarlo con el tiempo como una de las
plazas flamencas más reconocida y con mayor solera de la ciudad. “El
milagro (dice María Rosa, porque la pregunta es por el ‘milagro’ que
constituye, en sí mismo, la perdurabilidad en el tiempo
de este Tablao) es que, a pesar de todo lo que ha pasado durante estos
años, seguimos manteniendo la esencia del buen flamenco. Se trata de una
máxima expresión artística, pero nosotros siempre hemos luchado contra
algo. Contra la etiqueta del franquismo antaño,
por ejemplo, y contra la etiqueta del turismo ahora. Pero nosotros
somos historia de la ciudad y todo lo demás va y viene”.
El
cante, el baile y el toque de guitarras calan fuerte y calan hondo y
calan de lleno entre los espectadores (en la velada que asiste este
cronista, por ejemplo, justo es reconocerlo, muchos
de ellos son japoneses) y la energía con que se van sucediendo,
repitiendo e intercalando, movimientos y voces, voces y movimientos de
artistas, se extiende por todos los rincones. Como un solo cuerpo,
cantaores, bailaores y ‘tocaores’ encandilan los ánimos
y enciende las emociones de los asistentes. Todo es bello, mágico y
ensoñador. Los ojos de la bailaora, su mirada profunda; las manos de
los guitarristas, la música que sale de las entrañas del instrumento;
las gargantas rotas de los cantaores; los cuerpos
firmes y seguros; los movimientos por donde el bailaor libera su alma. Y
un enunciado interminable de vivencias y de sensaciones
indescriptibles que hacen difícil, muy difícil, la descripción de todo
cuanto allí acontece. (Por cierto, que antes del recital,
los sentidos del gusto y del olfato han sido ya regalados copiosamente
en una cena de gastronomía típica de diferentes tradiciones culinarias).
Total, una fiesta de los sentidos.
Comentaris
Publica un comentari a l'entrada